La normalización de hacernos fotos en cualquier lugar nos ha llevado a entender que el planeta es un gran escenario público donde, por ende, todos los que están presentes pueden pertenecer a los momentos que capturamos. Pero no es así y no debe ser así en todos los casos.
Y es que mientras me hacía dueña con la cámara de mi celular de la ciudad de Ámsterdam para compartirla con toda mi comunidad en Instagram, atrapó toda mi atención un letrero que daba aviso de que en esa zona estaba prohibido hacer fotografías.
Estamos hablando de una calle, dentro de la normalidad de la ciudad, pero que, sin embargo, el gobierno municipal protegía el derecho de ese espacio a no ser fotografiado. Entonces, ¿deben todos los espacios, incluyendo los de nuestros hijos, poder ser fotografiados por no sabemos quién? Estoy convencida de que no.
Es aquí donde debemos reflexionar sobre la importancia de preservar ciertos entornos como espacios seguros, tanto física como emocionalmente, para el desarrollo de nuestros hijos.
Vivimos en una era donde la hiperconectividad nos ha llevado a exponer cada momento de nuestras vidas en redes sociales sin detenernos a pensar en las consecuencias. Sin embargo, cuando se trata de la privacidad y seguridad de los niños, la situación toma una dimensión aún más delicada. Escuelas, parques, centros de aprendizaje y actividades extracurriculares son lugares diseñados para fomentar su crecimiento y desarrollo, pero cuando estos espacios se convierten en escenarios abiertos a la mirada de desconocidos a través de una fotografía o un video, se pierde una parte esencial de su propósito: la seguridad y la confianza.
Las imágenes de menores pueden terminar en manos equivocadas o ser utilizadas sin el consentimiento de sus padres. Más allá de esto, el derecho a la privacidad de los niños debe ser respetado de la misma manera en que protegemos la de los adultos. Así como en Ámsterdam han entendido que algunos lugares deben permanecer libres de cámaras por razones culturales o de respeto, nosotros también debemos plantearnos qué espacios queremos salvaguardar para nuestros hijos.
Pero la sobreexposición digital no solo viene de los adultos que documentamos todo, sino también de los propios niños y adolescentes que, con un celular en mano, pueden volverse partícipes de esta hiperconectividad sin límites. Esto nos lleva a otro tema fundamental: ¿Deben los niños tener celulares en las escuelas?
El debate sobre la presencia de celulares en las aulas es cada vez más relevante. Si bien estos dispositivos pueden ser herramientas útiles para la comunicación y el aprendizaje, también presentan riesgos y distracciones que afectan el rendimiento académico y el desarrollo social de los niños.
Por un lado, los celulares pueden ser beneficiosos en situaciones de emergencia, permitiendo a los padres mantenerse en contacto con sus hijos. Además, con el uso adecuado, pueden servir como herramientas educativas que complementen el aprendizaje en el aula. Existen aplicaciones que fomentan el conocimiento, mejoran la organización y desarrollan habilidades digitales necesarias para el futuro.
Sin embargo, su presencia en las escuelas también tiene grandes desventajas. El acceso irrestricto a redes sociales y videojuegos puede generar distracciones en clase, afectando la concentración y el rendimiento académico. Además, el uso excesivo de dispositivos electrónicos ha sido vinculado con problemas de ansiedad, ciberacoso y disminución en las habilidades de socialización.
Por estas razones, muchas instituciones han optado por regular o prohibir el uso de celulares durante las horas escolares. Un enfoque equilibrado podría ser permitir su uso en momentos específicos, como descansos o actividades supervisadas, pero restringirlo en el aula para garantizar que los niños se enfoquen en sus estudios y en la interacción con sus compañeros.
Es fundamental que los entornos de formación y crecimiento infantil estén protegidos de la sobreexposición digital, ya sea evitando la constante documentación de sus momentos o regulando el acceso a dispositivos en el colegio. No solo se trata de un tema de seguridad, sino también de permitirles vivir plenamente su infancia sin la presión de estar siempre conectados. Dejemos que sean niños, que jueguen sin la sombra de una cámara, que aprendan sin la distracción de una pantalla. No todo momento debe ser compartido, y no todos los espacios deben convertirse en escenarios para la validación digital.
Al final, respetar estos límites no solo protege a nuestros hijos, sino que también nos ayuda a valorar más la autenticidad y la privacidad en un mundo donde todo parece estar al alcance de un clic.