Por Yokasta Rodríguez García
A veces caminamos por la vida con la piel tan fina, el ego tan expuesto y las heridas tan abiertas… que cualquier palabra nos arde.
Una frase al aire, una opinión general, una broma, una crítica que ni siquiera tiene nombre… y ya sentimos que va dirigida a nosotras. Como si el mundo hablara en clave para herirnos.
Pero no todo lo que se dice es una indirecta.
Y no todo lo que se escucha merece respuesta.
La verdad es que no todo gira a tu alrededor.
Lo que muchas veces duele no es lo que se dice, sino lo que ya llevamos dentro.
Esa inseguridad no resuelta.
Esa herida no atendida.
Esa historia que nos hemos contado tantas veces, que ya no sabemos si es verdad… o solo una etiqueta que nos quedó cómoda.
Porque sí: hay heridas que convierten cualquier comentario en una amenaza.
Y no se trata de culpar.
Se trata de mirar hacia dentro.
De dejar de vivir con la guardia alta y el corazón en modo guerra.
No podemos responsabilizar a los demás por la imagen que hemos creado de nosotras mismas.
Por la fama —buena o mala— que hemos alimentado con lo que decimos, con lo que callamos, con lo que permitimos y con lo que compartimos.
Tampoco es responsabilidad de los demás la manera en que decides interpretar lo que escuchas.
No confundas autoestima con susceptibilidad.
Ni libertad de expresión con necesidad de protagonismo.
Si te duele todo lo que dicen… no es el ruido afuera.
Es el ruido dentro.
Y a veces, lo más sabio, lo más maduro, lo más sano que puedes hacer…
es escuchar sin responder.
Mirar sin juzgar.
Y preguntarte: ¿por qué esto me molesta tanto?
La respuesta rara vez está afuera.