En una nación pequeña como la República Dominicana, donde el fervor por el deporte es palpable pero el apoyo institucional a menudo escaso, la historia de Marileidy Paulino brilla con un resplandor especial. Su reciente victoria en los Juegos Olímpicos, alzando la medalla de oro, no solo ha puesto a nuestro país en el mapa deportivo, sino que también ha puesto en evidencia una realidad incómoda: la falta de inversión y apoyo sostenido a nuestros atletas.
Es innegable que Marileidy, junto con otros deportistas que han alcanzado el éxito en eventos internacionales, es una figura heroica. Estos jóvenes han logrado hazañas extraordinarias a pesar de las limitaciones que enfrentan debido a la falta de recursos. El hecho de que hayan alcanzado el podio sin el respaldo necesario es una prueba de su resiliencia y de su capacidad para superar adversidades. En contraste, el apoyo recibido por parte del gobierno y las instituciones deportivas a menudo parece ser tardío e insuficiente.
El contraste es evidente cuando comparamos nuestra situación con la de países que han hecho del deporte una prioridad nacional. Potencias deportivas como Estados Unidos, Rusia o incluso Cuba, invierten masivamente en sus atletas desde una edad temprana, comprendiendo que el éxito en el ámbito deportivo no solo trae orgullo sino también beneficios económicos y sociales. En estos países, el deporte se percibe no solo como una actividad, sino como una inversión a largo plazo en el bienestar nacional y en la proyección internacional.
En nuestro caso, el reconocimiento a Marileidy Paulino, aunque merecido, llega acompañado de una sensación de desamparo. El aplauso y las lágrimas de los políticos en el momento del triunfo se sienten vacíos cuando se contraponen a la falta de infraestructura y recursos dedicados a los jóvenes talentos que aspiran a seguir el mismo camino. Este apoyo efímero, que se manifiesta en felicitaciones y medallas simbólicas, debería transformarse en una inversión tangible y sostenida.
Es imperativo que aprendamos de esta situación y que usemos la victoria de Marileidy como un catalizador para un cambio real en nuestra política deportiva. Nuestros atletas no deberían ser obligados a considerar la posibilidad de representar a otro país debido a la falta de apoyo; más bien, deberíamos estar creando un entorno donde puedan florecer y alcanzar su máximo potencial bajo nuestra propia bandera.
La grandeza de nuestros deportistas, como Marileidy Paulino, es un reflejo de su valentía y determinación, pero también debería ser un llamado de atención para que repensemos cómo valoramos y apoyamos el deporte en nuestra nación. Es hora de dejar de ser un país que se limita a celebrar éxitos puntuales y comenzar a construir una cultura deportiva sólida que fomente el talento desde sus raíces. La verdadera gloria no está solo en las medallas ganadas, sino en la inversión constante en aquellos que tienen el potencial de traer muchas más a casa.