Autor: Nelson Valdez
En la República Dominicana los niños no mueren: los mata el caos.Y lo terrible es que nadie se da por aludido. Las calles se han convertido en pistas de ruleta rusa donde los motoristas, esos jinetes del caos, avanzan como si la vida ajena fuese un estorbo. No hay ley, no hay freno, no hay alma. Solo el rugido sucio de los tubos de escape, la imprudencia como costumbre y la impunidad como religión.
Cada semana, un niño o una niña cae bajo las ruedas del desorden. Son los hijos de la pobreza, de las escuelas públicas, los que no tienen voz ni apellido que duela en los periódicos. Los que mueren dos veces: primero en el asfalto, luego en el olvido.
Nadie los defiende porque su tragedia no genera votos ni views.
El país los entierra con una indiferencia que da asco, y los motoristas siguen ahí, multiplicados, desafiando la lógica y la moral, como si la calle fuera un feudo y la ley una fábula inventada por los ingenuos.
No hay patrullas, no hay vigilancia, no hay Estado.
El tránsito es una selva y la selva tiene sus depredadores: hombres sin casco, sin licencia, sin miedo, sin vergüenza. Cada esquina es un peligro, cada escuela un riesgo. Los padres despiden a sus hijos con la incertidumbre de si volverán enteros, o si serán parte del conteo anónimo de los “accidentes de tránsito”.
Accidente, dicen. ¡Qué palabra más hipócrita! No son accidentes: son asesinatos tolerados.
Y el Estado, ese fantasma que firma leyes y nunca las cumple, mira para otro lado, como si la sangre de los pobres fuese menos roja, menos urgente, menos humana.
La sociedad se ha acostumbrado al horror: las motos sin placas, las acrobacias frente a los colegios, los cuerpos pequeños tendidos sobre el pavimento caliente. Y mientras tanto, los discursos oficiales hablan de “educación vial” como quien echa agua bendita sobre un cementerio.
No hay autoridad, ni sanción, ni decencia.
Solo hay madres que lloran, niños mutilados, uniformes escolares manchados de sangre y un país que ha hecho de la negligencia su bandera.
La muerte viaja en motor, sin freno y sin culpa.
Y el Estado, como siempre, va de pasajero.
