Nelson Valdez
Estimado Señor,
Usted ha dicho que aquellos políticos manchados por el narcotráfico deben entregarse. Lo ha dicho con graves palabras, con voz de Estado, como quien lanza una piedra grande al estanque esperando que el agua por fin se agite.
Pero conviene recordar algo: quien se ahoga en lodo rara vez se acusa a sí mismo de estar sucio.
En este país como en tantos otros que desgastan la palabra patria no ha faltado el delincuente, pero ha sobrado el silencio respetable, el apretón de manos discretamente untado, la foto sonriente con quien ya olía a sospecha y todavía se le llamaba honorable.
El problema, señor, nunca ha sido que no se entreguen.
El problema ha sido que no se les persigue.
Porque a algunos se les busca con lupa y a otros con abrazo.
A algunos se les llama “delincuentes” y a otros “aliados incómodos”.
A unos se les exhibe y a otros se les esconde en el nombre del partido, la conveniencia o el equilibrio político.
El narcotráfico no camina solo, no vota, no firma decretos, no inaugura obras. Camina tomado del brazo del poder que lo tolera, que lo llama “contacto”, “aporte”, “financiación”, “apoyo logístico”, “financiamiento irregular” palabras limpias para negocios sucios.
Por eso su exhortación suena bien, firme, necesaria… pero incompleta.
Es como pedirle al humo que se confiese, mientras la casa sigue ardiendo.
Si de verdad quiere justicia, no les pida que se entreguen: entréguelos usted al país con hechos, con nombres, con expedientes, con prisión y sin privilegio. Muestre que el poder aprendió a limpiarse las manos sin esconderlas detrás del discurso.
Porque de nada sirve la voz elevada si la ley sigue caminando en puntillas.
Y de nada sirve la advertencia si el castigo se vuelve selectivo.
Y de nada sirve la moral si no se convierte en ejemplo.
Este pueblo ha escuchado muchos llamados. Lo que no ha visto son suficientes consecuencias.
Usted ha lanzado una frase. Ahora hace falta que el Estado lance la red.
Veremos si fue un gesto de valentía o apenas una frase para el archivo de los discursos bien intencionados que nunca cambiaron nada.
