La reacción pública en torno a Yamile Hazim no surge porque esté involucrada en las investigaciones actuales relacionadas con su padre, sino por la percepción creada a partir de su historial de activismo. Durante años, la artista mantuvo posturas claras frente a los casos de corrupción de gestiones pasadas, participó en manifestaciones ciudadanas como la Marcha Verde y la concentración de la Plaza de la Bandera, y fue vista como una voz joven que defendía la transparencia y el derecho del pueblo a exigir cuentas. Esa imagen de firmeza y compromiso la convirtió, para muchos, en un símbolo de participación cívica.

Es precisamente esa trayectoria la que explica por qué una parte de la ciudadanía hoy la cuestiona. No por lo que haya hecho o dejado de hacer en el plano legal, sino por el contraste entre su activismo contra la corrupción y su silencio frente a la situación que envuelve a su padre. Para algunos, ese silencio parece incoherente con el rol que ella misma asumió en el debate público. Para otros, se trata de un juicio injusto que pretende exigirle responsabilidad por actos ajenos.

La discusión, más que sobre culpabilidad, gira en torno a la expectativa social hacia figuras que se han pronunciado con firmeza en el pasado, cuando la bandera anticorrupción se porta con convicción, una ausencia de postura también genera ruido.
